La desaparición forzada como técnica de colonización

Las tropas golpistas exportaron a Andalucía las tácticas de violencia extrema que el Ejército español ejecutaba en las guerras imperialistas del Norte de África.

Por Juan Miguel Baquero

El genocidio fundacional del franquismo deja Andalucía sembrada de sangre y muerte. Una pura cartografía de la infamia que los golpistas exportan desde los enfrentamientos bélicos en el Norte de África, aplicando la barbarie en cada pueblo. Un mapa que replica la violencia extrema usada contra las tribus rifeñas y desarrolla la desaparición forzada como técnica de colonización. Un atlas en donde el fascismo español ejecuta la pedagogía del terror.

La sublevación de las tribus del Rif casa con las campañas militares desplegadas en el Protectorado de Marruecos. Las autoridades coloniales españolas intentan mantener el statu quo. Para ello no escatiman en movilizar ofensivas, en asumir victorias sonadas y derrotas históricas… Con hitos que oscilan del desastre en Annual (1921) a la rebelión que encabeza el líder rifeño Abd el-Krim (1921-1926). Del desembarco de Alhucemas (1925) al uso de armas químicas contra población civil (1924).

El enfrentamiento armado presenta una guerra irregular, comandada por asaltos y emboscadas que condiciona el terreno. Y razias (del francés ‘razzia’ y éste, del árabe argelino ‘ġaziya’), incursiones en filas enemigas para saquear y destruir. Batidas crueles, redadas sanguinarias, “correrías en un país enemigo y sin más objeto que el botín”, como define el diccionario de la lengua española.

El imperialismo español norteafricano abraza la idea supremacista del supuesto deber de las naciones más prósperas de tutelar a lugares más desfavorecidos. Un trampantojo, al cabo, que esconde a duras penas el deseo de control y explotación de un territorio ajeno. Y una fullería que multiplica la mentalidad ‘africanista’, y de nacionalismo exacerbado y visceral, creciente en el Ejército español.

Una vena castrense que no duda en usar la guerra para cumplir su propósito. Y la violencia extrema. La colonización sirve como herramienta contra los pueblos bárbaros, para finiquitar el supuesto atraso cultural de determinadas sociedades. Una fotografía sirve de ejemplo: tropas de la Legión Española posan sosteniendo cabezas de rifeños decapitados. Una imagen vale más que mil palabras.

 

Militares africanistas, guerra colonial

Con los ‘rojos’ ocurre una situación análoga. El fascismo patrio define a los ‘rojos’ como anti españoles. Los ‘rojos’, dicen, van contra las tradiciones hispanas, pretenden romper el orden establecido, las relaciones atávicas entre terratenientes y braceros… y las mujeres. Las mujeres quieren romper el patriarcado vigente, buscan la emancipación femenina y “predican el amor libre”, como escupe el genocida Queipo de Llano.

El mismo espíritu de la agresión militar, económica y política ejecutada en el Rif queda activado contra los ‘rojos’, contra decenas de miles de españolas y españoles. Los ‘moros’ son seres, en todo caso, prescindibles; como los ‘rojos’ son exterminables a ojos de las oligarquías nacionales. Por eso la acometida militar fascista contra la Segunda República replica estas lógicas en un reguero creciente de municipios desde julio del 36.

Miles de ejecuciones vertebran la postrera dictadura de Francisco Franco. Sucesos que visten las calles de luto. De muerte, tortura, violación, robo, depuración profesional, trabajo esclavizado… Episodios que dibujan en suelo andaluz una suerte de recreación obstinada  de las matanzas rifeñas.

En el diseño de esta cartografía del terror tienen una jerarquía capital los conocidos como militares africanistas. Unos mandos, y la soldadesca, que cuece el fervor nacionalista con el colonialismo europeo y el aderezo de deshonrosos fracasos históricos, como los casos de Cuba y Filipinas de 1898. Tales ingredientes conforman un colectivo favorecido por varios factores: un mayor sueldo por el complemento de colonias, capacidad de ascenso por méritos de guerra, y la propia separación geográfica del territorio peninsular.

Un mejunje que inventa “una mentalidad propia y particular, llamada a tener un papel fundamental en los acontecimientos militares desarrollados a partir de julio de 1936”, como escribe Beatriz Alonso en un texto publicado por el Ministerio de Defensa del Gobierno de España sobre el libro Franco ‘nació en África’: Los africanistas y las Campañas de Marruecos, de Daniel Macías, doctor internacional en Historia Contemporánea por la Universidad de Cantabria.

El proceso de formación del africanismo casa con esa pretendida tutela a los pueblos menos desarrollados. Y con la cuestión racial presente, con el ‘moro’ definido como sujeto “salvaje, fanático, belicoso, codicioso”. O el tipo de guerra que a la postre opera desde insurrecciones y escaramuzas. Desde la razia y la violencia extrema. Son materias múltiples que, para estos militares, justifican la colonización española y cualquier herramienta usada para conservar este privilegio.

Desde ahí, este sentimiento castrense también degenera “en un discurso en el que la guerra es el método idóneo para despertar a la nación, curándola de todos sus males”, precisa Alonso. Un argumentario en el que “la feminidad, el materialismo y el individualismo” emergen como “las causas verdaderas de la decadencia social imperante”.

Una soflama henchida de “orgullo de élite patriótica” y de “una cultura mortuoria del africanismo”. Porque promueve un tipo de soldado y oficial que defiende y encarna la “virilidad”, cualidad de hombría “cifrada en modelos de valentía”. Un perfil donde “la muerte con honor” resulta “deseable por acercar al hombre a la inmortalidad”, como asume la Legión Española, fundada en 1920 por Millán-Astray, uno de los oficiales curtidos y tullidos en la guerra contra los rebeldes rifeños, y artífice de gran parte de la represión caliente en el Sur tras el estallido rebelde del 36.

Más allá de los años de ‘caudillaje’ norteafricano del general Franco y otros –como en el caso del ‘director’ del golpe de Estado del 36, Emilio Mola, o de José Sanjurjo, Queipo de Llano, Enrique Varela, Millán-Astray…-, la estrategia rebelde de aniquilación del adversario social y político conecta aquellos sangrientos episodios rifeños con el fanatismo contra las mujeres o el mayor crimen de guerra franquista: La Desbandá.  Y con las matanzas sistemáticas contra jornaleros del campo, con la leyenda viva del universal poeta Federico García Lorca, o con la figura eterna, y arrojada a una fosa común, del Padre de la Patria Andaluza, Blas Infante. O la persecución a la guerrilla, con batidas para cazar maquis –tildados por el régimen como “bandoleros” y “forajidos” para desvirtuar la resistencia antifranquista– hasta casi entrada la década de los años 50. Con el pulso de obreros y leales a la democracia que solo tuerce el terco fuego de artillería sublevado. Y la lucha extendida de sindicatos y partidos políticos de izquierda. La desaparición forzada, en el contexto de violencia extrema desatada por el fascismo, sirve así como técnica de conquista y colonización.

 

“Un ultraje a la dignidad humana”

“Todo acto de desaparición forzada constituye un ultraje a la dignidad humana”, arranca el artículo 1 de la Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas que Naciones Unidas aprueba en 1992.  Porque “viola el derecho a la vida” y “sustrae a la víctima de la protección de la ley y le causa graves sufrimientos, lo mismo que a su familia”. Y “su práctica sistemática representa un crimen de lesa humanidad”. Porque “será considerado delito permanente mientras sus autores continúen ocultando la suerte y el paradero de la persona desaparecida y mientras no se hayan esclarecido los hechos”, explica el apartado 17.

Las desapariciones forzadas –según su definición– se producen siempre que “se arreste, detenga o traslade contra su voluntad a las personas, o que estas resulten privadas de su libertad de alguna otra forma por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, por grupos organizados o por particulares que actúan en nombre del Gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o su asentimiento, y que luego se niegan a revelar la suerte o el paradero de esas personas o a reconocer que están privadas de la libertad, sustrayéndolas así a la protección de la ley”.

“Las desapariciones forzadas afectan los valores más profundos de toda sociedad respetuosa de la primacía del derecho, de los derechos humanos y de las libertades fundamentales”, añade el texto. Por esto “ningún Estado cometerá, autorizará ni tolerará” este delito, apunta el segundo capítulo.

Además, “toda persona que reciba tal orden o tal instrucción tiene el derecho y el deber de no obedecerla”, aplica el punto 6. “Nunca, bajo cualquier circunstancia, siquiera de amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otro estado de excepción, queda justificada tal infracción extrema”.

Este crimen queda “condenado como una negación de los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas y como una violación grave manifiesta de los derechos humanos y de las libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos”, dice el mandato aprobado por la Asamblea General de la ONU.

 

Episodios de una guerra interminable

“Mucho más que una violación de los Derechos Humanos”, insiste Naciones Unidas. Porque la desaparición forzada sirve “como estrategia para infundir el terror en los ciudadanos”. Un miedo ancestral, que cala hasta el tuétano. Que se hereda. Que pasa de una generación a otra. Que contamina las calles y los pueblos. “La sensación de inseguridad que esa práctica genera no se limita a los parientes próximos del desaparecido, sino que afecta a su comunidad y al conjunto de la sociedad”, subraya la ONU. Un “problema mundial” por el que “miles de personas han desaparecido durante conflictos o períodos de represión en al menos 85 países de todo el mundo”.

Un crimen contra la humanidad que en Andalucía deja modelos esparcidos a mansalva. Un mapa del terror que recorre la región trazando líneas de muerte desde Pico Reja a los 4.000 de Córdoba, de los cementerios de las capitales atestados de cadáveres de Málaga a Huelva y Cádiz, al barranco de Víznar o La Desbandá. Todos “episodios de una guerra interminable”, como vertebra el proyecto narrativo de la escritora Almudena Grandes, que en el nombre –y en el espíritu– homenajea a los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Todos capítulos del genocidio ejecutado por el fascismo español en tierras sureñas.

El mayor crimen de guerra: La Desbandá. La huida masiva de refugiados estalla el 7 de febrero de 1937. Más de 300.000 personas regatean a duras penas el avance fascista. Málaga está atestada de mujeres, niñas, ancianos… El terrorismo golpista acecha y ataca la capital costasoleña. La única fuga posible señala el camino a Almería: la “carretera de la muerte”. Una ratonera donde los rebeldes atacan a población civil por tierra, mar y aire. El ataque indiscriminado tiene apoyo de la Alemania nazi de Adolf Hitler y de la Italia fascista de Benito Mussolini. El drama humanitario acontece antes de Guernica y multiplica las cifras de muertos de cualquier otro ataque similar en la guerra civil española. Las víctimas reciben ayuda de las Brigadas Internacionales y, entre ellos, del médico canadiense Norman Bethune.

Pico Reja es otro paradigma de la barbarie franquista. La tierra da fe de la violencia extrema ejecutada contra población civil en ciudades sin guerra. La actividad arqueológica culmina con más de 1.200 víctimas recuperadas de la fosa común del cementerio de Sevilla, una de las mayores abiertas en Europa occidental. Pico Reja es una “pesadilla” que envuelve el “recetario del terror”, refiere el equipo técnico: cráneos agujereados a balazos, fracturas y mutilaciones extremas, ataduras con alambre, enterramientos ilegales en masa, cuerpos tirados bocabajo. Un pequeño holocausto con más de un millar de muertos arrebujados entre más de 5.000 cadáveres. Una tumba gigante que facilita un muestrario dinámico del objetivo criminal de la desaparición forzada. Pico Reja es, también, la tierra que devuelve huesos. Inquieto asiste el camposanto hispalense al desarme del puzle de la infamia. Jirones de una matanza, de un desprecio, de un olvido. Agrio resulta lidiar con los espejos de la historia en una metrópoli que mantiene al genocida Queipo enterrado con honores en un edificio de la iglesia católica.

 

Colonización social e ideológica

La muerte como arma de sumisión y la desaparición forzada como instrumento colonizador. Aunque no fueron estos los únicos útiles para tiranizar al enemigo. Andalucía sufre la represión poliédrica franquista con más de 50.000 civiles asesinados, una cifra superior a las 700 fosas comunes y, al menos, 50.000 refugiados.

El uso de los derrotados como botín de guerra acumula además unos 100.000 trabajadores esclavizados, presos políticos que sirven como mano de obra gratuita. Otras 60.000 víctimas quedan sometidas a depuración profesional, al acoso cotidiano, al robo y al saqueo sistemático. Con un castigo especial contra las mujeres y los colectivos homosexuales.

Así masacró el franquismo a Andalucía. El fracaso del golpe de Estado activa el plan de exterminio y saqueo, pueblo a pueblo. La actividad genocida resulta clave por el efecto paralizante, que limita la capacidad de respuesta y frena la resistencia. La aplicación de la violencia extrema copia las matanzas de las guerras coloniales en el norte de África. Los “enemigos de España”, deshumanizados como los ‘moros’ en las luchas del Rif.

La expulsión de los herejes. El exilio amanece como escapatoria para los vencidos. Unos 50.000 andaluces cruzan las fronteras con el lomo salpicado por el aliento gélido de la carnicería franquista. Muchos no regresan jamás a su tierra. Las páginas del éxodo atesoran miles de historias anónimas. Y las de Antonio Machado, María Zambrano, Victoria Kent, Juan Ramón Jiménez, Diego Martínez Barrio, Luis Cernuda o Manuel Chaves Nogales.

Unos 60.000 andaluces son esquilmados por los golpistas de Franco. Los fascistas roban al menudeo, desde un reloj a una máquina de coser, y a lo grande, con ejemplos del expolio en el cortijo de Gambogaz que sustrae Queipo. El saqueo a los derrotados es una práctica habitual que afecta a 12 de cada mil personas en la región. Una cifra multiplicada en las historias familiares. A nivel nacional, la media baja a 9 de cada mil. La rutina saqueadora impuesta por los franquistas es un ajuste de cuentas contra quienes consideran “causantes de los males de la patria”. A “más culpables”, mayor “justificación” tiene el golpe de Estado. La represión económica atraviesa la dictadura como una amenaza que funciona como una eficaz medida disuasoria en un país azotado por el hambre y la exclusión.

Esclavos del franquismo. La explotación a los perdedores llega al extremo de emplear a más de 400.000 presos políticos como trabajadores forzados. Solo en Andalucía hay algo más de 50 campos de concentración donde penan una cuarta parte de estos reos.

Empresas públicas y privadas –algunas cotizan en el IBEX 35– usan mano de obra gratuita que gestiona el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo. El máximo exponente a nivel andaluz es el conocido como Canal de los Presos, una faraónica obra de ingeniería hidráulica que riega 80.000 hectáreas, antes de secano. Los terratenientes de la zona son los grandes beneficiados con la creación de esta infraestructura.

Depuración profesional. La inhabilitación para trabajar afecta a todo tipo de personas. Desde obreros industriales a braceros. De las maestras republicanas a periodistas, jueces o científicos. La purga impacta contra quienes tienen cargos de responsabilidad o militan en alguno de los partidos o sindicatos que apoyaron al Frente Popular.

Exterminio de lo que está fuera de la ‘moral’ colonial. Federico García Lorca, asesinado por sus ideas. Por poeta. Y por homosexual. Recibió “dos tiros en el culo por maricón”, dice uno de sus verdugos. Sus huesos, en teoría, siguen tirados en una fosa. El rastro lorquiano ejemplifica la represión simbólica contra los colectivos disidentes sexuales, un ensañamiento que cruza la dictadura de cabo a rabo. Es la memoria LGTBI+ bajo Franco.

Violencia patriarcal. La violencia franquista tiene también una versión ‘especial’ contra las mujeres. En la muerte, la tortura, el secuestro, la violación, el señalamiento perpetuo como ‘rojas’. Una exclusión forzada que persigue la limpieza ideológica y marca el destino de las otras ‘desaparecidas forzadas’, las andaluzas que nunca llegaron a ser lo que hubieran sido, condenadas al analfabetismo, la resignación y el servilismo. “Para la mujer hay un antes y un después de la II República”, asegura la profesora de Historia Contemporánea en la Universidad de Sevilla Inmaculada Cordero. La ojeriza del fascismo posa la bilis en cualquier rincón.

Persecución de los precarios. Caso de los ‘mendigos’ perseguidos para ‘limpiar’ España “a cualquier precio”. Niños traperos, recogecolillas, estraperlistas, buscavidas… el franquismo castiga la precariedad con asechanza, multas y cárcel. Un retoque a la ‘ley de vagos y maleantes’ –aprobada en 1933 y conocida como La Gandula– permite un uso más crudo sobre “comportamientos antisociales”, con tipos que iban desde “mendigos profesionales” a “vagos habituales” o “rufianes y proxenetas”. Y con un símbolo: el campo de exterminio de Las Arenas (La Algaba, Sevilla), con 144 pobres muertos de hambre y enfermedad.