El genocidio social franquista. Las etapas de la represión

Cada uno de los tres periodos de la desaparición forzada (El terror caliente –hasta marzo del 37-; Justicia del terror –abril del 37 hasta el fin de la guerra-; Postguerra) tuvo un sentido. ¿Cómo y por qué se ejerció el delito de desaparición forzada? ¿Qué se buscaba? ¿Cómo varió dependiendo de las provincias y de los periodos?

Por José Luis Gutiérrez Molina[1]

El Estado franquista fue un régimen que utilizó el terror como elemento de dominación. Para ello, realizó una serie continuada de actos de violencia cuya finalidad era infundirlo. Los golpistas y el régimen franquista fueron terroristas ya que ejercieron acciones violentas con la finalidad de infundir miedo a los grupos sociales que consideraban adversarios con un fin político.

En julio de 1936 comenzó una política de sistemático exterminio de sus adversarios. Una acción que no se circunscribió a los meses iniciales del conflicto, sino que se extendió durante su desarrollo y tras su finalización. Es lo que diversos autores, como el británico Paul Preston o los españoles Francisco Espinosa y José María García Márquez, han denominado como “el holocausto español”, la “política de extermino franquista” o el “genocidio”. Una represión golpista que fue sobre todo “represión militar”. Es decir, que pocas personas fueron asesinadas sin la autorización de los jefes del ejército golpista convertidos en jefes de bandas armadas. Un puro ejercicio de acción terrorista que terminaría creando un Estado basado en el terror.

Además del asesinato, los golpistas practicaron una política de desapariciones que aumentaba el terror. El familiar, amigo o compañero desaparecía y, en muchos casos, no volvía a saberse de él hasta que, en el mejor de los casos, llegaba la noticia de que su cadáver había sido encontrado en algunos de los mataderos utilizados habitualmente. Tampoco es menor el número de personas que terminaron desaparecidas por completo al ignorarse tanto el lugar a su asesinato como el de su enterramiento. Sin olvidar las numerosas víctimas cuya defunción no fue inscrita en el registro civil correspondiente.

La matanza fue especialmente intensa en el periodo que va entre el verano de 1936 y marzo de 1937, cuando se generalizan los consejos de guerra, y en los años comprendidos entre 1940 a 1950, en los que el asesinato en el campo, con un enterramiento clandestino y sin inscripción registral judicial se aplicó de nuevo para reprimir a la guerrilla. En especial entre 1947 y 1948.

El franquismo puso buen cuidado en esconder esta realidad. Para ello no inscribió en los registros civiles a la mayoría de los asesinados, presionó a familiares y deudos para que colaboraran en el ocultamiento y mantuvo bien escondidos los archivos en los que se amontonan las pruebas documentales creadas por ellos mismos. Una situación que apenas cambió tras la desaparición de la cabeza del régimen y su transformación en la actual monarquía parlamentaria.

 

El terror caliente. Los meses de la aplicación de los bandos de guerra (julio 1936-marzo 1937)

La primera de las tres etapas en las que puede dividirse la política exterminadora es la que se ha denominado del “terror caliente”. También definida como la matanza fundacional del franquismo. Comprende los meses de 1936 que van desde el golpe en julio hasta final de año y los dos primeros de 1937. El procedimiento reglado de exterminio fueron los bandos de guerra dictados por los jefes golpistas. El aparente descontrol que suponían no significó que sus impulsores no controlaran su aplicación y la conocieran día a día.

Las comandancias militares de los pueblos enviaban partes diarios con las incidencias ocurridas (detenciones, asesinatos, etcétera) y las delegaciones de orden público de los gobiernos civiles mantenían un fichero en el que figuraban los detenidos y su destino. Una documentación prácticamente desaparecida de la que queda dispersas numerosas referencias en los archivos. Unos restos del naufragio que son pruebas de cargo contra Queipo de Llano, que autorizó el asesinato sistemático y así se ejecutó.

Así lo escribió el propio golpista sevillano a principios de agosto de 1936 a su cómplice [José] López-Pinto recomendándole la eliminación de todos los “pistoleros y comunistas” de Cádiz. Para entonces ya habían sido asesinadas en la ciudad unas 30 personas. Después, sufrieron la política terrorista miles de hombres y mujeres vecinos de las poblaciones que los golpistas ocupaban. En su gran mayoría eran militantes y afiliados a partidos, sindicatos, entidades culturales, masones y, en general, cualquiera que hubiera participado en la resistencia o, simplemente, eran considerados poco fiables. Fueron asesinados, encarcelados, sometidos a trabajo esclavo, depurados y padecieron la incautación de sus bienes.

Para ello se utilizaron las fichas y listas de afiliados incautadas en las sedes sindicales y domicilios particulares, las denuncias y delaciones que comenzaron a llegar y los informes de los diferentes servicios de información golpistas: Delegación de Orden Público, Falange Española, Comunión Tradicionalista, las diversas milicias cívicas creadas, Policía Municipal o Servicio de Información Militar. Los asesinados fueron varios miles en las comarcas andaluzas del Bajo Guadalquivir. Entre ellos, algo más de tres mil en la provincia de Cádiz.

En la práctica genocida hubo un momento de inflexión. Fue en noviembre cuando fracasaron las operaciones de ocupación de Madrid y el conflicto se consolidó como una guerra en su sentido más clásico. Una prolongación que tendría consecuencias en la forma en la que continuó la eliminación del contrario: la justicia de los golpistas tomó el relevo a la aplicación de los bandos de guerra, aunque continuaron basándose en ellos para legitimar y dar una apariencia de legalidad a sus actuaciones. Iba a nacer “la justicia al revés”, “justicia invertida” o “justicia del terror”.

 

La Justicia del Terror (marzo 1937-abril 1939)

La consolidación bélica significó también que los golpistas tuvieran que crear su propia estructura administrativa para oponerla a la gubernamental legítima. De esta manera, los sublevados, que habían sido expulsados del Ejército por las autoridades legítimas, juzgaban y condenaban a quienes resistieron al golpe de Estado a través de ‘tribunales’ militares.

Es cierto que durante los meses anteriores, los golpistas llevaron ante consejos de guerra a quienes habían caído en sus manos buscando una ejemplaridad pública. La censura permitió que la prensa publicara la celebración de los consejos a militares que no se habían unido a la asonada y eran de esta forma castigados. Apenas dominada la situación, se abrieron numerosas causas, procedimientos sumarísimos y diligencias previas que, en algunos casos, fueron iniciados por los jueces de instrucción civiles hasta que pasaron a manos militares.

Que se abrieran los procedimientos no significó que se concluyeran. Los hubo que terminaron llevando ante un pelotón de fusilamiento a los encausados. Pero no fue lo habitual de los meses de la matanza fundacional del franquismo. Hubo un gran número que no se celebraron, sino que los presos fueron asesinados sin buscar justificación ‘legal’ alguna.

Cuando se revisaron estos procedimientos, encontramos numerosos oficios de las delegaciones de Orden Público y otras autoridades golpistas en las que se indicaba, utilizando una fórmula ritual, que “según noticias adquiridas en este Centro le fue aplicado al mismo el Bando de guerra”. Un eufemismo que apenas ocultaba que las actuaciones judiciales golpistas, además de ser ilegítimas e ilegales, no cumplían las obligaciones de guardia y custodia de quienes tenían apresados. Una documentación que prueba el terrorismo exterminador practicado.

La prevista entrada en Madrid de las tropas de ocupación en noviembre de 1936 iba a ir acompañada por la actuación de hasta una docena de tribunales que pondrían en marcha los “Procedimientos Sumarísimos de Urgencia” (PSU) con los que “garantizar la rapidez y ejemplaridad, tan indispensables en la justicia castrense”. Un decreto ley de 1 de noviembre de 1936 de la administración golpista reguló el procedimiento por el que se instruirían los PSU. Suprimió, en comparación con los sumarísimos existentes, la fase de plenario. Un hecho que afectaba gravemente las garantías procesales. Hasta junio de 1940 fueron estos procedimientos por los que se canalizó la justicia golpista.

Fracasada la ocupación de la capital del Estado, en enero de 1937, los golpistas extendieron su aplicación a todos los lugares que controlaban. Fue cuando se formaron los consejos de guerra permanentes de las diferentes plazas que se pusieron manos a la obra. Una medida que ponía de manifiesto el absoluto control de las autoridades armadas sobre la represión.

Lo primero que hicieron las autoridades judiciales golpistas fue solicitar de los diferentes servicios de la Delegación de Orden Público, Falange, Requeté y del propio Ejército informes sobre los antecedentes y situación en la que se encontraban aquellos que iban a comparecer ante los nuevos tribunales.

Desde diciembre de 1936 y durante enero hasta comienzos de marzo, los informes fueron llegando, a través de los gobiernos militares que los fueron enviando a sus delegaciones de justicia que fue abriendo sumarios y asignando su instrucción a diversos jueces procedentes de las instituciones judiciales civiles como juzgados de instrucción o la Audiencia Provincial.

Comenzaba una nueva etapa de la represión que se iba a extender con su máxima dureza durante los años siguientes. Ideología, militancia política o sindical y resistencia al golpe de Estado fueron los tres elementos que caracterizaron las sentencias contra quienes pasaron durante 1937 ante los consejos de guerra. Tampoco hay que olvidar las fobias particulares de los golpistas. Determinados acontecimientos, como acciones anticlericales o pertenecer a la masonería, fueron objeto de un especial seguimiento.

Hay que olvidar cualquier deseo de castigar delitos. En todo caso, cuando estos existieron –como asesinatos– se buscaba la venganza. Por eso las acusaciones son, en muchos casos, indiscriminadas. Aparecen diversos autores de las mismas muertes. Aunque la comisión de un delito fuera el pretexto formal, los PSU no buscaban depurarlos. Que hubieran existido era casi lo de menos. Lo importante eran los antecedentes de los castigados.

La voluntad aniquiladora de los golpistas y del nuevo Estado franquista se prolongó en el tiempo. Desde los primeros días la represión se dirigió contra todos aquellos que consideraban sus enemigos y, en particular, hacia quienes creían peligrosos e “irrecuperables” o habían participado en la resistencia. No se detuvo cuando terminó el conflicto abierto. Continuó durante la posguerra sobre los que regresaban a sus poblaciones, habían sido hechos prisioneros, o participaron durante años en la resistencia armada rural o urbana. El resultado fue que la represión, por sistemática, dirigida y duradera, adquirió caracteres de auténtico genocidio social e inoculó a la sociedad española el terror por generaciones.

La violencia adquirió la insoportable banalidad del mal de la que habló Hannah

Arendt. El terrorismo había alcanzado sus objetivos previstos en julio de 1936. Pero no fueron los últimos.

 

 

La posguerra; las leyes de Seguridad del Estado y de Represión del Bandidaje y el Terrorismo

 

La finalización de las operaciones bélicas no supuso el final de la represión. De hecho, la victoria no significó la paz. Desde el 1 de abril de 1939 continuó la represión de forma planificada. Ahora, junto a la justicia militar comenzaron a actuar otros tribunales especiales encargados de colectivos específicos. Por ejemplo, el encargado de aplicar la ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Su objetivo era incautar los bienes, depurar de sus trabajos y encarcelar a los masones que había sobrevivido a la matanza del verano de 1936 o a aquellos que no se habían exiliado. Un tribunal que se mantuvo en ejercicio hasta febrero de 1964, cuando fue sustituido por el Tribunal de Orden Público.

El franquismo no pretendía sólo castigar a culpables de delitos sino mantener el clima de terror de los años anteriores. Se trataba de paralizar cualquier intento de oposición y terminar de “enderezar a la nación torcida”, como dijo el propio Francisco Franco. En 1941 una nueva herramienta se incorporó al arsenal represivo: La Ley de Seguridad del Estado. Ya en su prólogo se refería específicamente a la “delincuencia social” y, mientras se reformaba el Código Penal, la nueva ley sería el instrumento para castigarla. La pena de muerte era el castigo de esos delitos de ‘traición’. Un concepto bajo el que entraba cualquier pretensión separatista, actos para sustituir el gobierno de la nación o despojar al jefe del estado de sus prerrogativas, huelgas, espionaje, revelación de secretos, circulación de noticas consideradas perjudiciales o ultrajantes para la nación, organización de entidades políticas y sindicales que buscaran la “relajación del sentimiento nacional” y, por supuesto, la lucha armada. Unos delitos de fueron juzgados por los tribunales militares.

De todas formas, la guerrilla y sus acciones se convirtieron en un problema para el régimen. Un dolor de cabeza que aumentó cuando el rumbo de la II Guerra Mundial viró hacia la derrota del nazismo y el fascismo, y que se hizo insoportable a partir de 1945, cuando la victoria aliada alentó los intentos de derribar a la dictadura española. En especial desde 1946. Para entonces el franquismo ya disponía de un nuevo instrumento represivo: el decreto Ley para la Represión del Bandidaje y el Terrorismo de abril de 1947.

No sólo fue un instrumento judicial, sino que también sirvió para llevar a cabo numerosos asesinatos mediante la aplicación de la ley de fugas a los guerrilleros y a sus colaboradores y familiares. Es lo que se conoce como el Trienio del Terror (1947-1950). Como en el periodo de la matanza fundacional del régimen, las desapariciones forzadas fueron una constante. Hasta 1950 fueron decenas de miles de guerrilleros y colaboradores encarcelados y más de dos mil guerrilleros asesinados. Un importante número de ellos en Andalucía. Sin olvidar aquellos que terminaron muriendo en unas cárceles caracterizadas por su masificación, miseria, insalubridad, hambre, terror y adoctrinamiento político y religioso.

 

Un balance

El objetivo de los golpistas de julio de 1936 era derrocar al gobierno de la Segunda República y la instauración de una dictadura que terminara con las políticas reformistas de aquellos años y la expansión del obrerismo revolucionario. Para ello estaban dispuestos a llevar a cabo una represión ejemplar.

Su fracaso a nivel estatal y la respuesta radical de una gran parte de la población terminaron por llevar a los sublevados a practicar una política de represión y terror que, en pocas semanas, adquirió las características de un genocidio cultural y social.

En un primer momento se utilizaron prácticas terroristas derivadas directamente del control militar de la zona rebelde. Aunque contaban con los instrumentos judiciales militares éstos no fueron sino medios para ejecutar o, con posterioridad, justificar los asesinatos comedidos. Unas muertes que siempre estuvieron bajo su control.

Fueron los meses de la matanza fundacional del franquismo, los de la aplicación de los bandos de guerra, los de expansión y consolidación de métodos terroristas. La desaparición física y legal de miles de españoles y españolas fue su consecuencia.

A partir de 1937, a medida que el conflicto se prolongaba y se construía una nueva administración, el medio para la represión pasó a manos directamente de los tribunales militares, los consejos de guerra de cada población que utilizaron un nuevo instrumento: los Procedimientos Sumarísimos de Urgencia. Prácticamente, aunque siempre permanecieron restos, desaparecieron los asesinatos por aplicación de los bandos de guerra. Regresarían de nuevo una década después.

Represión y terror fueron objetivos que se mantuvieron a lo largo de los años en los que duró el conflicto bélico. Después se prolongaron durante los años siguientes. La guerra no terminó oficialmente para los golpistas hasta 1948. Terror y represión dirigida por las autoridades militares y ejecutados por su justicia. Durante los años siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial se recrudecieron las prácticas de “guerra sucia” contra guerrilleros, enlaces y familiares.

[1] Historiador, director científico de la página web Todos los Nombres, miembro del grupo de investigación Historia Actual de la Universidad de Cádiz, del Grupo de Trabajo ‘Recuperando la Memoria de la Historia Social de Andalucía’ (CGT-A) y miembro de la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia (AMHyJA). Ha publicado varios libros de investigación histórica y memorialística.