Mujeres y desaparición forzada: el terror “especial”, machista e invisible

La represión de género contra la emancipación femenina como venganza del fascismo español desde una ejecución poliédrica: secuestro, violación, tortura, muerte y olvido.

Juan Miguel Baquero 1 Periodista especializado en memoria histórica y derechos humanos. Autor, entre otros libros, de El país de la desmemoria, Tierra de poetas y huesos, Las huellas en la tierra o Que fuera mi tierra –reconocido con el Premio Chaves Nogales al mejor libro periodístico del año 2016– sobre intervenciones en fosas comunes del franquismo en Andalucía.

Desaparecidas. Maltratadas. Mutiladas de la historia. Las mujeres sufren la violencia extrema fascista con una saña ‘especial’. Torturas, violaciones, secuestros, robo de bebés, rapados y aceite de ricino. Y desaparición forzada. Es el terror como pedagogía social, como elemento político y de adoctrinamiento machista. Un marco de barbarie que dibuja una triple represión para ellas: por su implicación social y política, por su relación familiar con ‘rojos’, y por el simple hecho de ser mujer.

La transformación del país que promueve la Segunda República pasa por la igualdad de género. A todos los niveles. La emancipación femenina encuentra un espacio privilegiado para la época. Ellas voltean el discurso y rompen los rancios esquemas patriarcales. Pero el golpe de Estado contra la democracia frena el cambio de paradigma.

El fascismo mutila ese nuevo sendero feminista que abre la esperanza republicana. Y la dictadura franquista, después, guía con el brazo alzado la memoria histórica de la mujer española en el siglo XX. El castigo a quienes osan trasgredir los límites va a ser brutal. Enfermizo. Las crónicas del fanatismo quedan plagadas de nombres, de vidas rotas. Aunque, aun así, la mayoría de sus relatos quedan enterrados en un plano invisible. Condenados al olvido. Relegados a la desmemoria.

Andalucía es la única región de España que suma un puñado de fosas temáticas. Ahí donde la tierra solo guarda cuerpos femeninos. Son los casos de Grazalema o El Marrufo (Cádiz), las víctimas onubenses de Higuera de la Sierra o Puebla de Guzmán, las rosas de Guillena, las aceituneras de San Juan de Aznalfarache, y las “niñas” violadas y ejecutadas por franquistas en el Aguaucho.

En suelo andaluz hay más desaparecidos que en las dictaduras de Argentina y Chile juntas: al menos 45.566 en 708 fosas comunes, según el Mapa de Fosas oficial (2018). La represión poliédrica deja más de 50.000 refugiados, unos 100.000 trabajadores esclavos o el robo y saqueo a unos 60.000 derrotados. Andalucía es la región más castigada por los golpistas, según los datos históricos que despiezan el genocidio fundacional del franquismo.

Enterrada “como una puta”

“La hemos enterrado como una puta”, hace memoria el sepulturero. Con un hombre arriba y otro abajo, muertos. Penetrándola, o semejando que lo hacen, en una siniestra coreografía. Ella es Antonia Regalado. Tiene 22 años cuando es violada y ejecutada por los rebeldes. Un caso paradigmático del terrorismo facha contra las mujeres que destapa la investigación publicada por la arqueóloga y antropóloga forense de la Universidad de Ámsterdam y de la Universidad de Extremadura Laura Muñoz-Encinar.

“Durante la guerra civil y la dictadura franquista las mujeres republicanas sufrieron un tipo de violencia específica basada en el género”, como documenta la historiadora. El trabajo analiza “el tratamiento y uso de los cuerpos y las víctimas como parte de las estrategias de represión”. Y explora “su significado simbólico”, según el artículo publicado en la revista World Archaeology bajo el título ‘Descubriendo la represión de género: un análisis de la violencia sufrida por las mujeres durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco en el suroeste de España’.

El estudio de Muñoz-Encinar aporta “nuevos datos sobre cómo fue esta represión” a través de “investigaciones arqueológicas y forenses de las fosas comunes”. La tesis está centrada en Extremadura pero con resultados “extrapolables al resto del país”. Porque la España de la conspiración golpista nunca perdonó que ellas, en la Segunda República, rompieran las reglas de juego patriarcales.

“Durante la ocupación militar numerosas mujeres fueron violadas y ejecutadas, no en pocas ocasiones embarazadas”, manifiesta. A veces “la vejación de las víctimas no finaliza con la muerte”. Queda el episodio vivido en Fregenal de la Sierra (Badajoz): “Varias mujeres fueron enterradas desnudas entre dos varones”. Cada una como “una puta”.

Un proceder que muestra “un alto componente simbólico”, machista, paranoide. “La estrategia represiva franquista desarrolló mecanismos complejos de castigo físico y psicológico”, explica. Una realidad que atraviesa las casi cuatro décadas de dictadura de Francisco Franco. La violencia especial de género, con estos mimbres, está servida.

 

Mujeres en fosas comunes

“El porcentaje de mujeres asesinadas es inferior al número de varones”, matiza la investigadora. “Lejos de un intento de ser aniquiladas”, continúa, ellas viven la “crueldad extrema” de los golpistas como un plan centrado “en la ejemplaridad”. La “violencia específica ejercida sobre el cuerpo de las mujeres estuvo basada en el fin purificador del franquismo y la política de deshumanizar a las mujeres antifascistas”, resume.

Y “en las fosas comunes encontramos las evidencias de esas mujeres que fueron torturadas y ejecutadas”. Abrir las tumbas ilegales permite leer las graves violaciones de los Derechos Humanos cometidas por el franquismo y que España continúa sin resolver. La información que aporta “el estudio de los restos óseos” es clave para desvelar “el perfil biológico de la víctima” o la “violencia” recibida “y el modo de ejecución”.

O los objetos asociados a los cuerpos. “Zapatos de tacón, botones, pendientes, horquillas de pelo, anillos, ligas para la sujeción de las medias, restos de un vestido…”, enumera. Artefactos que hablan “del perfil cultural de las víctimas” y abren pesquisas sobre el “contexto represivo”. Las exhumaciones, convertidas así en una herramienta clave para aportar “nuevos datos sobre los centenares de mujeres represaliadas de las que no existe registro documental y de las que, a veces, solamente conocemos su apodo”. Sepultadas, además, por el olvido.

La tierra también descubre cómo las mujeres eran “generalmente las últimas en ser introducidas en los depósitos y con patrones de enterramiento diferentes a los varones”. Ellas eran “víctimas de múltiples tipos de represión sexuada con un componente altamente simbólico como medida para desacreditar a la Segunda República”. “El castigo femenino podía ser físico, a través de la ejecución, tortura y violación primero durante la guerra y luego en las cárceles de Franco”, añade. Las mujeres empleadas “como un arma de guerra”. Y los hombres “usando la violación de sus cuerpos para aterrorizar y castigar a los enemigos”. Porque en las guerras, continúa, “a lo largo de la historia las mujeres han sido víctimas de todo tipo de actos de violencia sexual”. La guerra española no fue menos.

“En el caso español la violencia de género no se dio solamente durante el período del golpe de Estado, sino que continuó durante la guerra y también con fuerza durante la dictadura, tanto en las cárceles franquistas como en la lucha contra la guerrilla armada”, explica Laura Muñoz-Encinar. Una “represión específica de género” que nació además de una idea reaccionaria: el “feminismo y las políticas de igualdad introducidas durante la Segunda República” promovían, a ojos del fascismo español, “la creciente corrupción de la mujer”. De ahí que acabaran “castigadas por actuar de forma impropia a su género hasta el punto de que ‘roja’ adquirió el significado de no-mujer”.

Las tumbas temáticas

Grazalema, Cádiz. La cartografía de la barbarie incorpora un capítulo salvaje con fecha de febrero de 1937. Una cruz formada con piedras de gran tamaño marca un punto en un paraje rural. Ahí está la fosa de las mujeres. Hay enterradas 16 personas. Entre los esqueletos emergen pendientes, anillos, medallas religiosas, un dedal, agujas, imperdibles…

O monedas, cucharas, un mechero de mecha o navajas. Y balas: casquillos de fusil Mauser, de pistola y un cartucho de fabricación mexicana. Los huesos tienen impactos de proyectil, marcas de corte y fracturas, como un cráneo con una severa rotura provocada por golpe con arma afilada en el parietal derecho.

“Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”, predica el genocida Gonzalo Queipo de Llano desde los micrófonos de Unión Radio Sevilla (emisora de la actual Cadena SER).

Y a fe que ejecutan el terror. Un último rincón gaditano, leal al Gobierno de España: La Sauceda. Al valle acuden anarquistas, socialistas, comunistas, republicanos… y multitud de refugiados que salvan el pellejo del avance sublevado. El asedio golpista quebranta la resistencia. El caserío de El Marrufo va a servir de campo de concentración, tortura y asesinato.

El fascismo español mata en la zona a más de 300 personas entre noviembre del 36 y marzo de 1937. La excavación arqueológica, décadas más tarde, rescata los huesos de 28 personas enterradas en siete fosas comunes. Los cadáveres asoman con evidencias de muerte violenta. Una de las tumbas ilegales acoge a cinco mujeres.

Otras 16 asesinadas. De una tacada. Teodora, un tiro en la sien. Modesta, asesinada. Mariana, un par de balazos. Elena, ejecución. Amadora… 16 mujeres, matadas por ser “fieras humanas”, como las tilda el sumario de la autoridad golpista. Ocurre el 4 de noviembre de 1937 con un grupo de Zufre (Huelva). La fosa nunca ha sido encontrada en la vecina Higuera de la Sierra.

El rastro de la onubense Puebla de Guzmán alude a puñados de ejecuciones en la conocida desde entonces como Curva de la Muerte. Entre ellas las ‘15 rosas cortadas en la Fuente Vieja’. Nunca aparecen los restos humanos. No se sabe dónde pudieron acabar. Sí queda la memoria de José Domínguez, alias Pedro el Sastre, que con 19 años le escribe cartas a su madre desde el frente. Sin saber que ella ya es otra víctima, caída a tiros en un callejón.

Una mancha de falangistas secuestra a jóvenes de Fuentes de Andalucía (Sevilla). Se llevan “a las más nuevas”, rumorean en el pueblo. Corre el verano del 36. En un cortijo las obligan a servir comida y bebida. Las violan. Luego les meten “cuatro tiros”. Ebrios de muerte, los criminales rompen el silencio de la madrugada regresando a la plaza fontaniega con sostenes y bragas ensartados en los fusiles.

Los verdugos cuentan que las han tirado a un pozo. Mienten. Las “niñas” violadas no están en el Aguaucho. Siguen desaparecidas. Como las nueve aceituneras en San Juan de Aznalfarache. Las balas siegan sus vidas el 24 de octubre de 1936 en las tapias del cementerio de San Fernando de Sevilla. Por ahí andan enterradas. En Pico Reja, quizás.

Guillena, noviembre de 1937. Los rebeldes ya no esperan más para segar el rosal que desde semanas antes marchitan en las estribaciones de la Sierra Norte. Son 17 mujeres con nombres y apellidos y ningún delito a sus espaldas. Sus huesos están tirados durante 75 años en una fosa común de la colindante Gerena hasta que son rescatadas de la tierra, y del olvido, por el trabajo arqueológico y el tesón de sus familias.

Un fascista jala el percutor del arma. Clac. Apunta. Pam. Una mujer menos. Pam. Y una más. Así a decenas, centenares, miles. Todas víctimas de la más bestial violencia de género. Del uso del cuerpo femenino como campo de batalla. Todas secuestradas, humilladas, torturadas… muertas a balazos como “fieras humanas”.

Matar a la Luna

“Mi madre era una rebelde, pero no para matarla”, lamenta Dalia Romero Luna. Ya ha cumplido un siglo de vida cuando cuenta su historia a este periodista desde su casa en Mallemort, un pueblo cercano a Marsella (Francia) donde está exiliada. Todos los días recuerda a su madre, Carmen Luna, y su fortaleza, su lucha, prototipo del naciente feminismo republicano. “Mi madre quería la libertad para la mujer”, subraya.

La Luna, como es conocida en su pueblo, Utrera (Sevilla), es ejecutada por los franquistas. “Y a mí no me mataron porque me escapé”, revela. Dalia tiene 18 años en 1936, cuando los rebeldes deciden matar a la Luna como castigo ejemplarizante.

Ella quiere “que el pueblo tuviera la cultura y la educación como una herramienta, que las mujeres supieran defenderse y no agacharan la cabeza para todo”, recuerda su hija. Es “rebelde” con causa, asume: “Para denunciar las injusticias y defender los derechos”. Para que haya “escuelas, instrucción y trabajo” en vez de “tanta miseria terrible”.

Por eso los golpistas acaban con la Luna. Para atemorizar y dejar claro el camino del silencio y la obediencia. Para cobrar la osadía truncando relatos vitales. Y porque saben que la subordinación no entra en el diccionario de las mujeres que extirpan las penas con rebeldía.

“Lo recuerdo todo”, confiesa Dalia desde un asimétrico acento francés y andaluz. El deje aporta ya más tonos de la Costa Azul, después de tanto tiempo. “Mi madre vendía en la plaza del pueblo y tenía mucho contacto con la gente, les ayudaba y aconsejaba para que no se callaran, para que protestaran y reclamaran lo que era suyo. Los fascistas la vigilaban, sobre todo en los meses previos a la sublevación armada, y por estas razones la cogieron y la asesinaron. Lo recuerdo todo”.

“Ella no hizo nada malo a nadie”, reivindica, ataviada con sus “cien años y cinco meses” de vida (en el momento de la entrevista). Que cada calendario cuenta. “Porque la tengo presente, siempre, y todos los días me acuerdo de ella y de lo que le hicieron”. Del castigo ejemplar. “La mataron en la puerta del cementerio por la mañana y la dejaron allí hasta por la noche”.

“Asesinaron a muchísimas mujeres y compañeras, hasta niñas de 15 años, no solamente confederadas, republicanas o socialistas, de todas clases, y metieron a muchas en prisión”, prosigue Dalia, por aquellas fechas una joven empapada de la lucha materna. Los fascistas van por todas las que enfrentan los ideales reaccionarios. Contra las que buscan la emancipación total de la mujer.

“A mi madre la metieron presa un mes, y la sacaban y le decían ‘vamos a darle el paseo’… a saber todo lo que le harían allí dentro”, suspira la hija de la Luna. “La quitaron de en medio bien pronto”. Carmen Luna sigue desaparecida. Los huesos reposan en alguna fosa común en su pueblo.

Un “claroscuro brutal”

“Las mujeres se llevaban la peor parte del franquismo, desde que nacían”, cuenta la escritora Almudena Grandes. El “claroscuro brutal” de la democracia al fascismo está lleno de fotogramas de lo que pudo ser el relato femenino. “La mujer, para los republicanos, significaba en sí misma un elemento subversivo, revolucionario, que iba contra lo establecido”, celebra.

Un ejemplo. Al final de la guerra “dos de las tres organizaciones de masas más importantes de este país tenían ocupadas sus secretarías generales por mujeres”. Habla Grandes de Dolores Ibárruri en el Partido Comunista de España (PCE) y de Federica Montseny en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT).

“Nunca jamás, ni con paridad ni con leyes de género, hubo un porcentaje de poder comparable en las formaciones políticas de España”, recalca. El estatuto jurídico de las mujeres durante la República es de los más avanzados del momento. Aunque tenga lagunas que solventar. Las españolas son “las cuartas con derecho a voto, después de inglesas, australianas y neozelandesas”. Es historia.

“Y más allá de los tópicos de las milicianas, de Victoria Kent o Clara Campoamor, las niñas son las grandes desconocidas”, refiere. Hijas de familias pobres, huérfanas, de padres encarcelados, “explotables laboralmente”, en muchos casos bajo tutela estatal en instituciones pedagógicas que sirven como un eslabón más del trabajo esclavo. “¿Qué podía esperar una niña pobre? Ser una fregona, una criada, era el destino labrado para ellas”, resume la autora.

Luego caen de bruces en la oscuridad del patriarcado franquista. Combatiendo, las más de las veces, desde el heroísmo resistente y cotidiano que plasma la escritora en novelas como Inés y la alegría o Las tres bodas de Manolita. “La lucha clandestina contra el franquismo hubiera sido imposible sin mujeres”, remata. Y, como demuestran las protagonistas de sus obras: “La felicidad es una forma de resistir”.

La primera periodista asesinada en zona de guerra

Renée Charlotte Amélie Lafont (Amiens, Francia, 4 de noviembre de 1877 – Córdoba, España, 1 de septiembre de 1936). Traductora, escritora e hispanista. Publica dos novelas: L’appel de la mer y Les forçats de la volupté. Y es periodista. La primera reportera muerta en zona de conflicto en el mundo.

Cubre la guerra civil española cuando las tropas de Franco la capturan, ejecutan a tiros y arrojan a una fosa común en suelo cordobés. Antes que Gerda Taro, seudónimo de Gerta Pohorylle, que fallece el 26 de julio del 37, casi un año después. La fotoperiodista –que firma con el seudónimo Robert Capa junto a Endre Friedmann– fallece arrollada por un tanque republicano tras un apresurado repliegue durante un ataque fascista de vueltas de la batalla de Brunete (Madrid).

El olvido, a partir de ahí, sepulta la historia de la corresponsal del periódico socialista Le Populaire. Como la de Taro. Y la de casi todas las reporteras. Un mínimo de 183 mujeres periodistas contaron la guerra de España, con sus nombres ignorados de forma reincidente, según la investigación del catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga Bernardo Díaz Nosty.

Un coche se interna en zona rebelde, por equivocación. Corre el 29 de agosto de 1936. Se trata de un Studebaker del Ministerio de la Guerra del Gobierno de España tripulado por corresponsales extranjeros. Los tres ocupantes, cuando perciben el error, intentan huir. Saltan del vehículo. Pero es tarde. Ya los han visto. Las tropas franquistas, alertadas por la intrusión, inician la cacería.

Dos plumillas logran escapar. Otro cae en el tiroteo alcanzado por una bala. El “individuo que quedó en tierra, que resultó herido en una rodilla y ser mujer, de más de 50 años, y vestida de hombre”, describen los militares golpistas en su posterior informe. Se trata de Renée Lafont. “Conducida –incomunicada– a Córdoba”, luego condenada a muerte, asesinada a balazos. El fatal desenlace de un traspié en líneas enemigas.

Que sus huesos estén tirados en Andalucía gana repercusión mediática en Francia. El hilo genético enlaza con la presentadora de televisión Maïtena Biraben, que da a conocer el caso en su país. Aparecen en la Agence France-Presse o en diarios como L’Humanité y Le Parisien. Y en Saint-Leon, uno de los cinco cementerios de Bayona, está la tumba de Charles Lafont y Marie Ernestine Estelle Leclercq, padres de la primera periodista muerta cubriendo una guerra.

Vive la resistencia

Ruge la “gran algarabía de mujeres por la calle”. Vive la resistencia firme a la sublevación armada en Pedroche (Córdoba). Ellas “se habían levantado como protesta por las detenciones efectuadas y amenazaban con meterle fuego al cuartel de la Guardia Civil”, según el testimonio que deja escrito del secretario del Ayuntamiento, Ricardo González.

Quedan los nombres de dos resistentes: María López –lucha después como miliciana en el frente de Villaviciosa– y María Álamo, secretaria y vicepresidenta de la Agrupación Femenina Socialista. Celebran reuniones en sus casas en las que discuten y diseñan cómo organizar la defensa del lugar. Participan, además, en mítines, “haciendo uso de la palabra como oradora arengando a las masas”.

Las mujeres resisten. Combaten. Son trasmisoras de los sucesos. Guardianas de la memoria. Así ocurre en este municipio atrapado en el yugo del latifundismo –como gran parte de Andalucía– y sometido a una sintonía bipolar, casi feudal, entre obreros y propietarios de la tierra. Es el castigo eterno de los derrotados.

Como ocurre a Leonor Ávila, de Adamuz. Ella sufre destrozos en su casa, torturas y una condena a dos años de prisión por un delito de encubrimiento y auxilio a fugitivos. El procedimiento la tacha de “persona de mala conducta e ideas antirreligiosas, tanto así que contrajo matrimonio civil solamente” con Alfonso Sanz Martín, alias El Corneta. Él ha sido detenido por los golpistas en 1939. Logra huir a la sierra para unirse a las partidas de guerrilleros antifranquistas de Los Jubiles y Romera. Muere en una emboscada de la Guardia Civil el 23 de agosto del 47 en el cerro de Veguetas. Su cadáver, y el de Pedro Molero, quedan expuestos dos días en la plaza del pueblo. Leonor guarda el recuerdo, sometida al silencio, y fallece en Badalona en 1996 con la memoria viva: “Entre brumas y sombras, llorando, hablaba claramente de su Alfonso”, recuerda una nieta, Araceli Pena.

“Busco a mi madre, se llamaba Pilar Cruz. Me contaron que estaba trabajando, le pagaban muy poco sueldo y fue a pedir una subía a la Casa del Pueblo. Por ahí la cogieron”. El relato de Pilar Roldán Cruz es limpio, certero. Roto por la tragedia. Colmado de resistencia. De dignidad. “Un 12 de noviembre del 36 fueron a llevarle la comida y dijeron que no hacía falta más. Ya la habían matado”.

“Yo tenía 5 años. Lo pasé muy mal. Me dio un ataque muy grande de… antes le decían tiricia –la enfermedad del alma, cuando el corazón entristece– y mi padre me llevó al campo a un cortijo que tenía un familiar, por apartarme un poco del sufrimiento”. Pilar salpica la narración con lágrimas que enjuga a duras penas. “Mi abuela lo pasó muy mal también, toda su vida suspirando. La cosa no era para menos. Éramos tres hembras y un varón, la mayor con 19 años”.

Un latigazo recorre el espinazo de la hija de Bernardo Roldán, alias El Mantas, cuando el equipo técnico informa del hallazgo de restos óseos en el cementerio de Lucena. Hay cinco cuerpos al aire, “son hombres”, advierten. “Pero me han dicho que hay más sitios para encontrarla… y me he emocionado”, atina Pilar. “Mantengo la esperanza”. Antes, dice, “no se les podía buscar”. Y ahora “está una todas las noches pensando que si tuviera la suerte de encontrarla y verla”. Un propósito vital que la mujer sigue buscando: “Que yo esté tranquila el día que me muera”.

“Durante los años de la República” son “varias mujeres” las que van a reclamar algún aumento en los escasos jornales. Su madre “tuvo la mala suerte de tocarle”. La muerte, refiere. Ese final que “por cualquier motivo” reclaman los fascistas. “La verdad la sé cuando fui más grande. Entonces comprendí”, continúa. “Te he contado cosas muy desagradables. Qué lástima… Ya sabes, hijo, ya te he contado mi vida”, lamenta.

El “contagio” ideológico de las “rojas”

Escriben, empoderadas, su propia historia. Y el fascismo patrio ajusta cuentas con ellas. La memoria histórica de la mujer española del siglo XX transita de la ruptura con el patriarcado al proyecto nacionalcatólico del franquismo. De la libertad a las ataduras.

De los cambios sociales, culturales y políticos de la República al pasaporte machista que resume la dictadura: “El niño mirará al mundo, la niña mirará al hogar”. La frase aparece en la revista Consigna, que forma parte del aparato propagandístico de la Sección Femenina de Falange Española, uno de los tres pilares socializadores de la maquinaria fascista junto a la Iglesia católica y el sistema educativo.

La máxima cimenta el muro que muestra una salida: sumisa y devota. La dictadura de Franco humilla a las mujeres que rompen los límites de la feminidad “tradicional”. Los golpistas imponen “buenas costumbres” para un país de mentalidad arcaica, con la mujer subordinada al hombre.

La degradación araña sustento en el trabajo de “ideólogos franquistas”, caso del “Mengele español”, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera. El “gen rojo” que provoca “la degeneración de la raza española”, según sus conclusiones. Usa a prisioneras republicanas para determinar qué tipo de “malformación lleva al marxismo”.

“Como el psiquismo femenino tiene muchos puntos con el infantil y el animal (…) entonces despierta en el sexo femenino el instinto de crueldad (…) por faltarles las inhibiciones inteligentes y lógicas”, concluye Vallejo-Nájera en sus informes. La dictadura separa a hijos y madres “rojas” para evitar el “contagio” ideológico, un extremo misógino que germina en miles de casos de bebés robados.

La represión contra las mujeres nace de varios vientres. Como consecuencia de su actividad política durante la República. Porque eran esposas, madres, hermanas… familiares de republicanos. Y por el simple hecho de ser mujer. Los fascistas “consideran a las mujeres seres inferiores y volubles, que hacían uso de las revoluciones sociales para dar rienda suelta a sus latentes apetitos sexuales, convencidos de su crueldad, perversidad innata y criminalidad natural”, describe Laura Muñoz-Encinar.

“Para el franquismo, las mujeres carecían de derechos civiles y políticos, construyendo el ideario de mujer en base a una estructura patriarcal católica”, resume la investigadora. Como un sujeto social de segunda clase. La opresión machista cosida en la vieja tela del nacionalcatolicismo. El escarmiento adoctrinador, el castigo a las derrotadas, las excluidas. El destierro interior que condena a las “rojas”. La venganza del fascismo español desde una ejecución poliédrica: secuestro, violación, tortura, muerte y olvido.