Moguer 1936
Moguer, setenta y cinco años después
Por Antonio Orihuela [1]
Hace setenta y cinco años una visión restrictiva de la política, la economía y las relaciones sociales dominaba por completo la sociedad y marcaba la vida y los ritmos de los moguereños; con ella, la burguesía rural se defendía de una población formada mayoritariamente por jornaleros analfabetos y pobres. El pueblo era, para ellos, su propia clase, es decir, la burguesía rural, los espacios que ella habitaba y las propiedades que detentaba.
Esta concepción restringida del concepto de pueblo no sólo limitaba la vida ciudadana a la que transcurría en las calles del centro de la ciudad, en torno a sus lugares de socialización: el casino, el Ayuntamiento y la iglesia con sus festividades religiosas, sino que hacía del resto del pueblo un espacio entre desconocido, conflictivo y hasta cierto punto peligroso por el que la burguesía local no siente el menor interés y por el que en raras ocasiones se aventura.
Esa separación tajante entre ricos y pobres no sólo fue espacial, como hemos aludido a lo largo del trabajo, impregnó todos los ámbitos de la vida social y se articuló sobre la producción, pues sólo a través del trabajo se vincularán los detentadores de la propiedad y el capital con la masa obrera.
Fuera de este contacto forzado por las necesidades productivas y reproductivas no existe ninguna otra relación, las clases sociales son excluyentes, el abismo entre ricos y pobres se abre sobre un limbo espacial donde un ejército de reserva de mano de obra barata espera su turno para ser llamado… La situación, por desgracia, se repite todavía hoy, aunque aquella burguesía decimonónica ha desaparecido casi por completo, no podemos decir lo mismo de sus prácticas laborales, que han sido apropiadas por el nuevo empresariado local.
Todavía más paradójico es el papel que ha asumido una parte importante del campesinado moguereño, en su mayoría hijos y nietos de antiguos jornaleros y pequeños agricultores minifundistas. Éstos, al rebufo de las políticas económicas neoliberales y de unas más que discutibles acciones de ocupación de fincas situadas en terrenos comunales llevadas a cabo desde los años ochenta y que, sorprendentemente, todavía hoy continúan ante la permisividad de las instituciones, consiguieron lo que, desde una posición de partida completamente adversa, parecía imposible, es decir, convertirse en un nuevo modelo de empresariado agrícola.
A ello contribuyeron, además, las generosas ayudas al campo propiciadas por los gobiernos socialistas que favorecieron una hasta entonces desconocida capitalización de la agricultura y su reorientación hacia productos nuevos y muy competitivos, al que se sumaba además un mercado laboral sumiso. Con todo ello se ha logrado, finalmente, traer una prosperidad económica desconocida a un pueblo que hace cien años era paradigma de postración y decadencia. Hoy en día, en Moguer, aparecen registradas más de 1.200 empresas y se concentra más de un tercio del total de la producción fresera de la provincia, recibiendo anualmente varios miles de trabajadores temporeros, con todo lo que esto significa para el crecimiento económico del municipio.
Pero esto no se ha hecho sin coste alguno. Los antiguos espacios de invisibilización de aquella mano de obra barata y abundante que rodeaba como un cinturón a la burguesía moguereña no han desaparecido sino que se han trasladado, hoy ya no están en las calles de la periferia ni tras los corrales de sus casonas, sino que a modo de bolsas, se distribuyen en pequeños poblados de precarias chabolas en las afueras del pueblo y cerca de las plantaciones, semiocultos entre los pinares. Allí se levantan las viviendas del nuevo proletariado invisible, ahora llamados inmigrantes. Éstas son las condiciones de vida para el 18% de los trabajadores del campo moguereño. Como los abuelos de los actuales empresarios agrícolas, también ellos constituyen una mano de obra barata y siempre disponible. Una mano de obra sin derechos, con salarios que son fruto de la generosidad del patrón y no de ninguna legislación laboral, y a los que sólo se les puede mirar con desconfianza y temor. Igual que hace setenta y cinco años. Cuando no consiguen peonadas rebuscan comida entre la basura.
La propiedad de la tierra, como decíamos, en un pueblo hace setenta y cinco años dominado por grandes fincas casi improductivas en manos de una burguesía absentista y una corona agrícola alrededor del pueblo caracterizada por su excesiva parcelación, dejaba poco espacio para que en el pueblo se pudiera dar una revolución agrícola del calibre de la efectuada en los últimos treinta años; en este sentido, era imposible dar el salto a una agricultura de corte intensivo y capitalista desde un modelo de propiedad minifundística, de ahí la permisividad institucional hacia las ocupaciones de fincas y parcelas y la destrucción del bosque comunal. Lo que no hizo la reforma agraria republicana, lo que ni siquiera se le pasó por la imaginación al franquismo ni jamás puso en marcha la ambigua e inoperante Ley de Fincas Manifiestamente Mejorables de 1979, se alcanzó, finalmente, por la fuerza de las ocupaciones.
Quienes se jactan de que en el Moguer de hoy ya no hay diferencias entre antiguos ricos y pobres, olvidan que, por debajo de una aparente homogeneidad social, sin excesivos contrastes más allá de la ostentación de bienes suntuarios, se mantiene un profundo abismo entre el empresariado de nuevos ricos y su clase de extracción y origen; y entre la clase media proletarizada (el 98’5% de los contratos laborales que se firman son temporales) y los obreros en paro (7%) y los trabajadores que ocupan esa zona oscura, fluctuante y difusa caracterizada por la ausencia de derechos: los emigrantes (10%). Como hace setenta y cinco años, a pesar de la legislación laboral vigente, sigue siendo muy difícil controlar el empleo, el tipo de contrato y las condiciones laborales en las que se efectúa el trabajo en el campo. La ausencia de un sindicalismo activo y no meramente asistencial y la falta de control desde la Inspección de Trabajo hacen el resto. No es que ya no haya pobres, es que ahora, como entonces los pobres sólo se ven entre ellos.
La situación del asociacionismo obrero en la actualidad también es un calco del momento que viven los sindicatos de clase en España. Del viejo sindicalismo republicano apenas quedan hoy, en Moguer, como cáscaras vacías, las siglas de la UGT; pero frente al panorama de ilusión que desplegaba hace setenta y cinco años, el sindicalismo obrero apenas concita hoy adhesiones, la afiliación es testimonial y la mayoría de los trabajadores tienen serias dudas sobre la utilidad del modelo sindical vigente como herramienta de lucha obrera. Su excesivo burocratismo y su apego institucional lo hacen, cuando menos, sospechoso de connivencia con el capitalismo cuando no de trampolín político para líderes y liberados sindicales.
Las represalias patronales, como hace setenta y cinco años, terminan por desalentar a un proletariado falto de conciencia de clase y, sobre todo, de cohesión. Frente al número que hace la fuerza hoy los trabajadores optan por el sálvese quien pueda, individualistas e insolidarios son una presa fácil de batir en un mercado laboral saturado y caracterizado por una demanda de mano de obra de escasa cualificación. La ausencia de conflictos laborales es su sintomatología más evidente.
Moguer, gracias a estos trabajadores invisibilizados ya no es hoy un pueblo en decadencia, al menos económica, pero otra decadencia, en este caso moral y cultural mucho más grave, continúa, aunque ya no sólo afecta a aquella burguesía rural en trance de desaparecer, sino que se ha extendido y parece haberse instalado con absoluta normalidad en el conjunto de los vecinos. Cómodamente colocados en la desmemoria, el confort y la abundancia material, el cinismo se alza como el único horizonte donde fuera posible la vida. Se han llenado los estómagos pero a costa de vaciar las cabezas, y lo peor es que lo poco que han dejado en ellas ni siquiera nos pertenece, también esas ideas son del enemigo.
Las fiestas religiosas no han variado; por más increíble que resulte, un estado aconfesional como España sigue manteniendo como fiestas oficiales las propias del credo católico, aunque lo que sí se han hecho es más populares. Si hace setenta y cinco años eran espacios de exhibición y socialización para la burguesía local, hoy han trasladado ese carácter exclusivista hacia la población emigrante que, conscientes como los pobres de hace setenta y cinco años de que esas fiestas no son para ellos, viven estas festividades entre la curiosidad distanciada y la indiferencia, mientras que el resto del pueblo se vuelca hoy sobre unas celebraciones de las que hace setenta y cinco años estaban excluidos o no eran, como los emigrantes hoy, más que convidados de piedra. Las festividades religiosas, lejos de verse hoy como un signo más de la lucha de clases que se dio hace setenta y cinco años, son promocionadas por los poderes públicos como actos culturales de interés, protegidas y alentadas en tanto instrumentos de cohesión social, mientras que al mismo tiempo se oculta el origen de los valores en torno a los que se ha llevado a cabo esta pretendida cohesión.
Desgraciadamente, también a la hora de la fiesta han sido los viejos modelos de la burguesía local u otros directamente importados de las manifestaciones clasistas que la fiesta tiene en lugares como Sevilla, los que se han impuesto … La caseta privada, el caballo, el traje de flamenca, etc., nos devuelven a un imaginario de exclusión social calcado del que la burguesía moguereña practicaba hace setenta y cinco años.
Más curioso aún, la única fiesta de carácter popular, la única fiesta que surgía desde el pueblo y que era reflejo de él, también es la única que siempre fue rechazada por la burguesía local como impropia y la única que ni promocionaba ni tomaba parte en ella, combatiéndola incluso. Esta fiesta es también la única que no se ha recuperado ni tiene el menor interés entre los moguereños de hoy: el carnaval.
Con todo ello lo que apreciamos es cómo, setenta y cinco años después, uno de los objetivos del franquismo se cumplió con creces: la desaparición de todo rastro de aquella cultura y sociabilidad obreras que entonces estaba en pleno proceso de afirmación y la asunción por parte del proletariado del imaginario de la burguesía rural y de las formas exteriores del ritual católico como propio e inalienable. Acaso sea éste el éxito más rotundo y perdurable de la dictadura, el poder constatar hoy cómo el franquismo sociológico se ha terminado naturalizando como vida cotidiana.
Setenta y cinco años después Moguer casi ha triplicado su población, pero apenas ha duplicado el espacio que ocupaba desde un punto de vista urbanístico. La resistencia de los moguereños a abandonar lo que consideran en su imaginario el casco urbano frente a las zonas de nueva construcción en la periferia ha tenido, como consecuencia, primero la total ocupación del espacio urbano heredado de la postguerra, derribándose bodegas centenarias, construyéndose en espacios que fueron huertos interiores y amenazando incluso la integridad de algunos monumentos, como el castillo del siglo XIV.
De poco le ha valido al pueblo el estar considerado conjunto histórico artístico. Si eso suponía alguna normativa de protección desde el punto de vista urbanístico desde luego ninguna corporación se ha tomado la más mínima molestia en cumplirla y, al día de hoy, todo el caserío de los siglos XVII y buena parte del XVlll ha sido destruido para ser sustituido por una arquitectura de pastiche que se regodea en las formas locales del historicismo decimonónico. También aquí de nuevo, es el imaginario del hábitat doméstico de la burguesía local del XIX el que se ha impuesto.
El apego, como decíamos, al espacio urbano heredado de la postguerra también ha generado una arquitectura en altura, es decir, antes de abandonar estos espacios por una periferia en la que no se reconocen, sus moradores se decidieron por construir en altura, y son muy pocas las casas que hoy no tienen dos pisos o incluso un tercero disimulado como trastero. Con todo, lo que no se ha modificado esencialmente es la trama urbana heredada del siglo XVlll, cuyas calles adaptadas en su origen a un escaso tráfico de carros, animales y personas, para las que eran perfectamente aptas, y que se transformaban, con el buen tiempo, en espacios de socialización popular con hombres, mujeres y niños compartiendo las calles en su tiempo de ocio con sus juegos y sus conversaciones, se ven hoy desbordadas por un tráfico incesante de vehículos que se apoderan no sólo de las arterias del pueblo, sino también de aceras, plazas y cualquier otro espacio público, haciendo imposible cualquier actividad social o lúdica en ellas. De apenas una decena de vehículos a motor hace setenta y cinco años en la actualidad casi diez mil transitan por las calles del pueblo. Pasear por las calles de Moguer podría ser considerado hoy como un deporte de alto riesgo.
El patrimonio, civil y sobre todo eclesiástico, destruido o dañado durante la Guerra Civil no sólo sigue siendo, independientemente ya de aquellas circunstancias, restaurado y rehabilitado hasta el día de hoy con fondos públicos, si bien esto no obsta para que la iglesia católica mantenga la propiedad de los mismos. Sin embargo, este patrimonio, a pesar de que hoy constituye uno de los mayores atractivos turísticos de la ciudad no es visitable (monasterio de Santa Clara), y tampoco parece que desde el consistorio haya mucho interés por modificar esta situación. Desde luego, la connivencia actual de la clase política con los poderes eclesiásticos también nos dice que estamos muy lejos de la cacareada separación de la Iglesia y el Estado que tan clara tenían los frentepopulistas moguereños de 1936.
Los daños, destrucciones e incautaciones patrimoniales que sufrieron las personas de izquierdas, en cambio, siguen sin cuantificar y, mucho menos, reparar. Nada podremos encontrar en el pueblo que recuerde la memoria de los asesinados. Ni siquiera la calle que, hace unos años, fue rotulada con el nombre de Alcalde Antonio Batista da ninguna pista para ello; aunque recientemente, suponemos que para compensar tamaña afrenta, el consistorio popular ha dedicado otra calle en el pueblo al religioso salesiano de origen moguereño Manuel Gómez Contioso, miembro de una de las organizaciones que en su día alentaron y dieron beneplácito espiritual y cobertura a la sublevación militar, asesinado en Málaga el 24 de septiembre de 1936, cuyos restos reposan en la catedral de dicha ciudad, recientemente beatificado en masa junto a otros 497 religiosos por el papa Benedicto XVI.
Otro tipo de patrimonio, este inmaterial, tiene Moguer y además de una forma excedentaria, nos referimos al que ha producido la obra del Premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez. Gracias a él, Moguer, más que un pueblo, es un lugar mítico donde las fantasías, cuentos y elegías del poeta parecen seguir poblando sus calles, dominando el espacio y dándole una profundidad temporal que sólo los pueblos rodeados por el aura mágica de la literatura son capaces de recrear y ofrecer al visitante. Si el pueblo es conocido universalmente gracias al poeta, constituyendo hoy su principal atracción turística, no podemos decir lo mismo del conocimiento que tiene el pueblo del poeta, que no ha mejorado mucho en estos últimos setenta y cinco años.
En los años treinta la figura de Juan Ramón Jiménez pasaba completamente desapercibida para la clase política local, que únicamente repara en él para castigarlo, pues la misma facción burguista que le dedicó una calle en 1918, justificando esta decisión por «el alto renombre que ha adquirido, no sólo en España sino también en el extranjero y muy especialmente en América» (ACAHMM), el 1 de junio de 1933 decidió, dada la animadversión declarada de Juan Ramón por la figura del viejo cacique, quitarle su nombre a la antigua calle Flores. Del castigo de unos y la desatención de otros, en la actualidad, se ha pasado a la instrumentalización y la utilización interesada del nombre del poeta y de su legado, sobre todo en época de elecciones, cuando unos y otros llegan a declaraciones y extremos absolutamente vergonzosos … Una vez resueltas las incertidumbres políticas, Juan Ramón es de nuevo arrojado a dormir el sueño de los justos hasta la próxima cita electoral. La actual salida del Ayuntamiento de la Fundación Juan Ramón Jiménez es el último hito en el largo cúmulo de despropósitos municipales.
Desde el punto de vista político, la heterogeneidad partidista, reflejada en el gran número de tendencias que se dio durante la Segunda República hoy no existe. Siguiendo la propia deriva estatal hacia un bipartidismo que, en realidad, no representa más que las dos caras del partido del poder, Moguer confirma esta tendencia a nivel local sin los sobresaltos que el cambio gobierno municipal solía conllevar, sobre todo para los beneficiarios de un partido u otro, hace setenta y cinco años. Programas políticos calcados, partidos fuertemente jerarquizados, listas cerradas y normalmente confeccionadas desde instancias que tienen muy poco en cuenta los deseos de la base, ausencia de prácticas asamblearias y de debate ideológico explican que hoy en día podamos asistir a un baile de apellidos entre partidos políticos impensable hace setenta y cinco años. Así, apellidos históricamente vinculados a la derecha podemos verlos hoy militando en el PSOE y al contrario, muchos apellidos de extracción humilde militan hoy en el PP. Esto, que podría resultar sorprendente (desde luego para los trabajadores de hace setenta y cinco años lo sería), hoy, cuando la política ha perdido toda vocación de servicio público y es utilizada como medio de promoción personal dentro de férreas estructuras de vinculación, jerarquía y mando, se vuelve perfectamente explicable.
El temor de algunos moguereños, muy ancianos, de que se pudiera volver a producir un golpe de Estado de las características del de 1936 no tiene en la actualidad el más mínimo fundamento. Hoy día sería imposible que se reprodujera aquella situación porque sencillamente no habría contra quién dar un golpe semejante. La izquierda es hoy un erial vacío. Finalmente estamos todos en el mismo lado, ya no hay un afuera. Lo que ayer el franquismo consiguió por la fuerza de las armas se ha transformado hoy en una victoria del sentido y se asume como orden natural.
Desapareció el viejo cacique pero las formas políticas clientelares heredadas de aquellos tiempos y transmitidas durante el franquismo continúan. La política sigue ejerciéndose desde actitudes paternalistas, clientelares y vasalláticas con el consiguiente menoscabo para el Estado de derecho y lo que esto significa para un sistema que se quiere democrático y ha hecho de la igualdad de oportunidades una bandera constitucional que se ve falseada y pisoteada con estas prácticas antidemocráticas. Mientras lo esencial que afecta a la vida cotidiana, a las condiciones de existencia y de trabajo y al estatuto de los seres humanos no se decida en esos mismos ámbitos la crisis de la democracia se ahondará y el abstencionismo seguirá creciendo, alimentado por el desinterés creciente de la sociedad civil hacia el actual modelo de alternancias sin alternativa y la falta absoluta de mecanismos de control y contrapeso ante las actuaciones de la clase política.
También los periodos electorales han perdido la garra y la emoción de los tiempos republicanos. Hoy, las buenas prácticas se imponen y la pesca electoral, ajena a cualquier programa ideológico de clase, tiene más de campaña publicitaria y vodevil tragicómico que de verdadero debate entre partidos por un proyecto de sociedad civil. Esta situación de inanidad se refleja también en la misma marcha de la política municipal, en sus plenos y sesiones, que transcurren, como en la época del cacicato, entre la desidia y la indiferencia popular. La política ha vuelto a ser lo que hacen los políticos.
El hecho de que la política sea, a menudo, el único trabajo de muchos de los que se dedican a ella, y el hecho de que ésta se haya convertido, más allá de en una fuente de ingresos, en una forma de vida que puede verse afectada o liquidada en función de los vaivenes electorales, es el único factor que marca la mayor o menor agresividad de las campañas y el único riesgo realmente serio que tienen que enfrentar los candidatos. Esto sólo se entiende en la medida que les va en ello no el fracaso de un proyecto político sino el fin de un estilo de vida al que cuesta renunciar. Poco tienen que ver, por tanto, aquellos políticos vocacionales del periodo republicano, aquellos campesinos que perdían peonadas o desatendían sus labores en el campo por atender las propias de sus cargos en el ayuntamiento, aquellos alcaldes y concejales que no cobraban por su dedicación, con los sueldos casi millonarios de los de ahora.
A pesar del paso del tiempo, tampoco ha cambiado mucho la situación de las arcas municipales, que siguen acosadas por las deudas (casi 4 millones de euros de déficit registraba sólo en 2006 el ayuntamiento de Moguer), algo que si bien parece un mal generalizado entre los ayuntamientos españoles, no por eso deja de ser significativo de un modelo que en estos tiempos de crisis se vuelve insostenible. Aunque son muy pocas las voces que se oyen pidiendo una regeneración del sistema financiero municipal éste está llamado a ser uno de los principales retos que los municipios deberán enfrentar a corto plazo si quieren evitar su colapso. Es completamente absurdo pensar que sólo sobre la base de constantes recalificaciones de terreno público se pueden sostener unos gastos municipales que no dejan de crecer. Plantillas sobredimensionadas y sueldos desorbitados (entre ellos los de la misma clase política municipal) y subvenciones absurdas destinadas a ampliar, mantener y generar nuevas clientelas y servilismos políticos varios deberían ser algunos de los elementos de reflexión y control inmediato de gasto público que, hoy por hoy, la clase política municipal no parece muy interesada en tocar.
Y lo que quiera que pasara hace setenta y cinco años apenas interesa ya a unos pocos familiares y a los historiadores. Este libro, escrito contra lo olvidado, lo censurado y lo silenciado, sin ningún tipo de ayuda o subvención pública, puede ser el vivo ejemplo de ello.
Antonio Orihuela
[1] Antonio Orihuela (Moguer, 1965), arqueólogo del presente y escritor a destiempo de la modernidad liberal, viene elaborando desde comienzos de los noventa un discurso crítico sobre la vida dañada y las resistencias cotidianas en las sociedades del capitalismo tardío. Su obra deambula por el delgado hilo rojinegro de la literatura marginal en un intento de abarcar todo aquello que constituye la ligazón de nuestra vida con el mundo conformado por ese capitalismo, indagando en el reverso de su trama social e ideológica. Su escritura sostiene en todo momento la tensión de narrar, con los de abajo, la vida dominada por el consumo y la individualidad burguesa. Con las esquirlas y los restos, Orihuela ha intentado reconstruir un trazado posible para la consciencia crítica. En todos sus libros late un mismo objetivo: Cambiar el futuro.
Desde 1999, coordina los encuentros anuales Voces del Extremo en su Moguer natal, espacio de confluencia del heterogéneo grupo de sensibilidades y militancias culturales que se viene llamando «poesía de la conciencia».
Este texto que nos comparte generosamente Antonio Orihuela es el epílogo de su libro Moguer, 1936 cuya 4ª edición fue publicada por La Oveja Roja en 2022.
Antonio Orihuela es autor del texto «Sobre fosas y desapariciones forzadas o querer luchar contra quienes no han cesado de vencer», prólogo de la Cartografía de la desaparición forzada en Andalucía. También es autor del arte de portada de la Cartografía, siendo suya la obra gráfica elaborada sobre foto de Aurora Caldito.